En la novela
El fin de la infancia, Arthur Clarke cuenta
la llegada de extraterrestres como podría contarse la llegada del innegable
futuro. Estos extraterrestres no plantean una invasión violenta, sino
acompañarnos, prepararnos para el momento próximo en que la humanidad dará su
salto evolutivo. Obviamente no estamos en posición de negarnos y hay mucho que
no nos dicen, pero prometen responder a nuestros interrogantes cuando estemos
listos para las respuestas. Y, como suele suceder con todo conocimiento
fundamental, cuando llega finalmente ese momento, cuando nos golpea la fría luz
de la comprensión, no hay modo de volver atrás. No hay manera en la que la
mariposa pueda volver a meterse en el capullo.
En las
últimas décadas, la niñez vio redefinida su importancia a partir de que los
chicos se volvieron consumidores, compradores directos o indirectos; sin embargo,
la gran fascinación de nuestra cultura es con la adolescencia, o por lo menos
con algunos de sus aspectos. Tal vez sea por razones semejantes (es más fácil
venderles cosas a personas inseguras e irresponsables), pero sin duda hay un
deseo de eterna vitalidad, de jovial inocencia, de nunca dejar ir la lúdica e
intoxicante sensación de que todo es posible, de que todos los caminos están abiertos.
Desgraciadamente,
para que todos los caminos permanezcan abiertos es necesario no tomar ninguno;
la potencialidad infinita es también la absoluta falta de concreción. Vivimos
en una cultura que cría adolescentes eternos, que permanecen suspendidos en el
limbo de la autocomplacencia y parecen nunca estar lo bastante maduros para dar
el siguiente paso. Una cultura que rechaza el conocimiento de lo que no quiere
ver, de lo que le demandaría salir de ese estado, incluso cuando la golpea en
la cara. Lo ignora o lo frivoliza ¾que es su
forma de asimilarlo quitándole entidad¾, y sigue
con lo que estaba.
En estos
días da vueltas al mundo la foto de un chico sirio ahogado mientras trataba de
huir de la guerra junto a su familia, lo mismo que otros miles y miles de desplazados.
Seguramente no es el primero y ojalá me equivoque, pero no creo que sea el
último. Sin embargo, la opinión pública parece indignada, sacudida en lo más
profundo. No importa que estemos rodeados de tragedias, que hace poco dos nenes
murieran quemados en un taller clandestino de costura, también inmigrantes
ilegales, acá nomás, en Ciudad de Buenos Aires, que tantos otros mueran de
desnutrición, por el paco o, como Kevin, por alguna bala perdida. Parece que
vieran el horror por primera vez. Pero eso no importa si lo ven de verdad, si
de verdad somos capaces de entender esa pérdida, todas las pérdidas, como algo
inaceptable.
Quizás sea,
ojalá sea, lo que le hacía falta a nuestra sociedad para salir de su letargo
adolescente; la comprensión de que vivimos en un mundo en el que pasan cosas terribles
y sobre las que tenemos que tomar acción. Sólo el tiempo dirá si se trata de un
verdadero despertar, o de otra falsa alarma.
Laura
Ponce
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