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sábado, 8 de diciembre de 2012

PROXIMA 16 - PRIMAVERA


- [...] No tenemos necesidad de otros mundos. Lo que necesitamos son espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos. Un solo mundo, nuestro mundo, nos basta, pero no nos gusta cómo es. Buscamos una imagen ideal de nuestro propio mundo; partimos en busca de un planeta, de una civilización superior a la nuestra, pero desarrollada de acuerdo con un prototipo: nuestro pasado primitivo. Por otra parte, hay en nosotros algo que rechazamos; nos defendemos contra eso, y sin embargo subsiste, pues no dejamos la Tierra en un estado de prístina inocencia, no es sólo una estatua del Hombre-Héroe la que parte en vuelo.[...], dice Stanislav Lem en "Solaris”.
Claude Lévi-Strauss, en “Raza y Cultura”, hace un brillante análisis sobre las dificultades para comprender y valorar a otras culturas: La humanidad cesa en las fronteras de la tribu, del grupo lingüístico, a veces incluso del pueblo; los que están más allá no participan de las virtudes —o hasta de la naturaleza— humanas. El etnocentrismo es movernos dentro de un sistema de referencias, y las realidades del exterior no son observables más allá de las deformaciones que el sistema impone, cuando no nos adentra más en la imposibilidad de percibir lo que es. Cuanto más distinta sea esa otra cultura, cuantos menos puntos de contacto tenga con la nuestra, más difícil se nos hará verla. Se nos volverá in-significante.  
Los nuestros, los que son como nosotros, son “la gente”; los demás no existen. O lo que es peor: no tienen derecho a la existencia.
Pero esta dificultad para comprender y valorar, para comunicarse verdaderamente con lo que no es igual a nosotros (dificultad que aumenta por supuesto cuando más otro es el otro, como si la dificultad fuera directamente proporcional a la “otredad”) parece ser innata, tan propia de los individuos como de las sociedades donde se sublima.
Al parecer, sólo podemos comunicarnos con otros en la medida que encontremos algo nuestro en ellos. Sólo podemos comunicarnos en la medida en que exista un nosotros.
Entonces, esto que decía Lem sobre la búsqueda de otros mundos, puede aplicarse también a los individuos. 
Cuando nos relacionamos, en el proceso de la búsqueda de entendimiento, de comunicación, cuando decimos “nos estamos conociendo”, ¿Buscamos realmente al otro? ¿tratamos genuinamente de llegar a él y descubrirlo? ¿O sólo queremos encontrar más nosotros, copias nuestras con mayores o menores variantes?
Y en esa instancia, ¿buscamos al que somos o al que nos gustaría haber sido?
Porque, al igual que los cosmonautas de Lem, no emprendemos el viaje en estado de intachable virtud, y los espejos suelen tomarse el atrevimiento de reflejar también aquello que no nos gusta...
De allí el tema de este número: la copia, el complemento, el igual y opuesto, la simulación, el impostor, todos las posibles versiones de cada uno de nosotros...
Y ese otro al que estamos irremediablemente unidos, como hermanos siameses, pero no unidos por la cadera sino por una fría superficie espejada, por la dualidad especular, por un lazo que somos incapaces de reconocer hasta que se rompe.


Laura Ponce

martes, 11 de septiembre de 2012

PROXIMA 15 - INVIERNO


El tema del viaje, desde Verne y probablemente desde antes, es uno de los principales temas de la ciencia ficción. La variedad de modos en que puede ser abordado y los múltiples caminos que pueden abrirse desde esa premisa ofrecen infinitas posibilidades.
Desde la concepción de la vida como un viaje, o la comprensión de que nuestro planeta sigue su propio sendero por el espacio, desde el transcurrir mismo del tiempo que nos hace imposible la inmovilidad, nadie es ajeno a sus planteos.
Hace unos días, en una de las charlas a las que asistí en el marco de la Rosario Fantástica III, Luis Pestarini hablaba del profundo impacto social que han tenido en cada momento de la historia los diferentes adelantos tecnológicos en medios de transporte y de comunicación (que es otra forma de transportarse), debido al modo en que esos adelantos han ido cambiando la concepción que la gente tenía de las distancias, respecto a un mundo otrora inabarcable, casi inimaginable, y ahora cada vez más pequeño.
El espacio, el universo todo, pareció en algún momento al alcance de la mano, invitándonos casi ansioso a extender la aventura humana más allá de nuestro mundo natal.
Sea que uno viaje a tierras lejanas o no, sea que utilice todos esos adelantos tecnológicos o no, no puede permanecer inmune a los efectos que éstos causan en la sociedad y en la realidad en que vivimos, que vamos construyendo a cada instante. 
Incluso los lugares posibles se multiplican.
El ciberespacio es casi una nueva dimensión en el sentido físico.
Cambiamos la realidad, y sus posibilidades se disparan hasta el infinito.
Y quizás el mayor y más ambicioso de los viajes que podemos realizar es el de autoconocimiento, la exploración de nuestras verdaderas ansias y temores, y el modo en que éstos se proyectan (y nos proyectan) en el mundo y en la idea que tenemos de él.
No perdamos de vista que todo lo que creemos saber del universo que nos rodea es una construcción de nuestra mente, un rompecabezas que armamos con impresiones sueltas, un mosaico desparejo.
Viajar, dentro y fuera de nosotros, es quizás el único modo que tenemos de ir completándolo.
Y creo que la mejor manera de hacerlo es siguiendo el consejo de Wells en “La máquina del tiempo”: Tal vez aprender a manejar la máquina del atrevimiento, para viajar instantáneamente a los límites de la vida inmediata, para fundar de vez en cuando un breve paraíso sin porvenir ni pasado, sin el doble chantaje de la nostalgia y del miedo.

Laura Ponce

miércoles, 6 de junio de 2012

PROXIMA 14 - OTOÑO


“A la pálida y amarillenta luz de la luna que se filtraba por entre las contraventanas, vi al engendro, al monstruo miserable que había creado. Tenía levantada la cortina de la cama, y sus ojos, si así podían llamarse, me miraban fijamente.” 
Frankenstein, de Mary Shelley, es considerada por muchos la primera novela moderna de ciencia ficción, y sus personajes son de los más claramente instalados en la cultura popular.
Es interesante notar que el monstruo que reconocemos por ese nombre —Frankenstein— y al que identificamos con el rostro y el aspecto que le dió Boris Karlof en la película de 1931, no se llama de ese modo en la novela. Los personajes/narradores de Mary Shelley hacen referencia a él como “la criatura” o “el engendro”. Frankenstein es el apellido de su creador. El Doctor Victor Frankenstein es el científico, el hombre que —cual moderno Prometeo— pretende robar el poder de Dios dándole vida a un cuerpo in-animado (sin ánima, sin alma), “infundir un hálito de vida a la cosa inerte que yacía a sus pies”.
Esta confusión de identidades tiene cierta justicia poética, ya que de algún modo, en la narración de Shelley, creador y criatura se van equiparando, tanto en el mal que son capaces de causar como en la intensidad de sus sentimientos, en la profundidad de su dolor y deseo de venganza; incluso, finalmente, no reconocen más destino ni propósito que el de enfrentarse. Ambos son monstruosos. Ambos han quedado para siempre fuera del orden regular de la naturaleza.
En la génesis de estos personajes, como en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde —y quizás en la creación de todos los monstruos imaginados por la humanidad—, hay un deseo de exteriorizar los miedos, de poner en el afuera, de proyectar en otro, todo lo que tememos y repudiamos de nosotros mismos, disociándonos de ello.
Los monstruos representan la fuerza irrefrenable —y el atractivo irresistible— de las pasiones desatadas, de las necesidades y apetitos más profundos, de todos los actos que escapan a la razón y al equilibrio impuesto en el que pretende vivir la sociedad. Son la anomalía. Son lo que, de modo violento, no encaja en la normalidad.
En el deseo de destruirlos, en la embravecida furia de la turba armada de antorchas que a menudos los persigue y acorrala, hay repugnan­cia y horror, y también un profundo terror. Pero en esa repugnancia hay hipocresía. En ese horror hay muy poca autocrítica. Y lo que teme ese terror es que tal monstruosidad sea contagiosa.
Sin embargo, no hay escapatoria.
Todos esos monstruos que alguna vez narró la humanidad habitan en nosotros.
Todos esos monstruos somos nosotros.
El ser humano es acaso el monstruo último.
El mono con navaja.
El monigote que pedalea en el aire, tratando de alcanzar lo que está siempre más allá.
El que es capaz de todos los crímenes. Y de todas las grandezas.
Porque eso es lo que nos caracteriza: la capacidad para lo extraordinario, para salirnos del orden normal de las cosas. Para ser realmente distintos. Para alcanzar esa categoría en cualquiera de los dos sentidos.
Por eso, si hemos de ir más lejos, si hemos de correr el riesgo de ser seres completos, es imprescindible atrevernos a enfrentar lo que somos.
Para aceptarnos como humanos debemos aceptarnos como monstruos.



Laura Ponce


* La imagen es "Angel", de Paula Andrade

sábado, 19 de mayo de 2012

PROXIMA 13 - VERANO



La expresión en inglés para “enamorarse” es to fall in love, cuya traducción literal podría ser: “caer(se) en el amor”. Ser arrastrado por una fuerza tan indiscutible como la gravedad.
En Imago, el  tercer libro de la saga de  Xenogénesis, uno de los  personajes de Octavia Butler dice:“Era como si una parte de mí, largo tiempo amodorrada, largo tiempo fuera de mi alcance, hubiese regresado ahora y, en mi incrédula bienvenida, ya sólo fuese capaz de sumergirme en ella”.
Esa pulsión por buscarnos en el otro y a la vez alimentarnos de lo que tiene de diferente, por unirnos y reinventarnos, por consumirnos y construirnos de nuevo, ajustándonos a su deseo, ajustándolo al nuestro, queriendo entregarnos y a la vez ser libres, queriendo devorar y ser devorados, en un gozoso combate que desearíamos continúe por siempre…
Bajo su influjo, somos como exploradores en tierra extraña, como militantes de un elusivo misterio en una aventura siempre renovada, con la curiosidad siempre a flor de piel, reelaborando símbolos, ideando códigos, construyendo significados para una lengua nueva, por caminos que a menudo mezclan alegría y angustia en extrañas proporciones.
Y somos frágiles. Pero nos sentimos más fuertes y capaces que nunca.
La mirada de aquel al que amamos parece darnos entidad, confirmar nuestra existencia.
En las muchas formas del amor, el vínculo se reinventa, se aparta de los convencionalismos, sigue sus propias normas, se alimenta de la complejidad de las emociones, y se apresta a vencer las tormentas que lo quieran abatir.
Porque a veces se trata de nada menos que eso, de sobrevivir.
Pensar que, allá lejos en el tiempo, al principio de todo, las diferencias parecían tan grandes, parecía tan improbable llegar a algo, y sin embargo… 
Cada día se me hace más claro que el universo nos cría y el viento nos amontona, pero no lo hace sin sentido. Es como estar vibrando en las mismas frecuencias, atraernos hacia una sensibilidad en común. Y, por fin, encontrarnos.   
Vernos.
¿Cuánto de eso es química, en el sentido más literal del término? ¿Cuánto obedece a feromonas y neurotransmisores? ¿Cuánto es animalidad y cuánto, construcción intelectual? ¿Cuánto de armar una pareja o una relación depende de dinámicas sociales que nos han inculcado o que arrastramos en nuestra memoria genética?
De algún modo, cuando protagonizamos este milagro, tales preguntas se vuelven triviales. 
Porque lo importante es lo que este sentimiento nos hace, cómo nos cambia y nos reafirma, y el modo en el que se manifiesta en nuestras acciones.
Con este número estamos entrando en el cuarto año de PROXIMA, de esta revista que es también reflejo y fruto del amor, del amor que los artistas, escritores e ilustradores, han puesto en cada una de sus creaciones, del amor de los lectores que realmente se han involucrado con el proyecto y lo han seguido y apoyado, y del amor de quienes la han hecho posible, lidiando con la realidades del mundo, protegiendo e incentivando este sueño para que pudiera convertirse en realidad, crecer y sostenerse hasta hoy.   
Sin ustedes, y principalmente sin vos, nada de esto hubiera sido posible. Gracias.

Laura Ponce

* La imagen es "Iniciación", de Flavio Grecco

PROXIMA 12 - PRIMAVERA


Lo que más le impresionó a Winston fue que el orador dio el cambiazo exactamente a la mitad de una frase, no sólo sin detenerse, sino sin cambiar siquiera la construcción de la frase. (...) Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental; Oceanía había estado siempre en guerra con Asia Oriental, cuenta George Orwell en “1984”
Por el engaño, decía Bolívar, se nos ha dominado más que por la fuerza.
Porque las herramientas menos obvias de la dominación son quizás las más efectivas.
En la novela de Orwell se habla de la Policía del Pensamiento, pero también de la neolengua, una adaptación del idioma en la que se reduce y se transforma el léxico con fines represivos, basándose en el siguiente principio: Lo que no está en la lengua, no puede ser pensado.
Del algún modo, eso sucede también con la percepción de la realidad: si algo se niega durante suficiente tiempo, o se afirma la suficiente cantidad de veces, puede instalarse en el pensamiento individual o colectivo hasta volverse indistinguible de la verdad, hasta que esa versión sesgada parece la única posible.
Es notable el efecto que esto ha tenido en la elaboración del relato que es la historia (una versión concensuada del pasado), y en el modo en que esa reconstrucción (recordar es siempre reconstruir) afecta el presente. Si el proceso del almacenamiento y recuperación de recuerdos es complejo en individuos, mucho más en sociedades, y mucho más si hay intereses creados respecto a orientar las voluntades de tal o cual manera.
Nuestra única defensa es el pensamiento crítico, la actitud no complaciente, tratar siempre de cuestionar y de observar la realidad que se nos presenta desde diferentes puntos de vista, estar más atentos y no dejarnos manipular, no “comprar” cualquier cosa, no importa de quién venga.
Es como entrenar un músculo.
Debemos perfeccionar nuestra resistencia en la misma medida que se refinan los mecanismos del engaño. Más, de hecho, si queremos prevalecer.
Debemos transformar esa resistencia en un esfuerzo activo.
Debemos no sólo ser testigos sino también actores de nuestro tiempo.
Incluso si no estamos de acuerdo ni nos hallamos cómodos en ella (quizás sobre todo en ese caso) debemos ser capaces de leer y comprender la realidad en la que estamos inmersos. ¿De qué otro modo, si no es conociéndola, podríamos plantearnos la tarea de transformarla?
Esa resistencia activa se basa en no aceptar mansamente lo que nos parece injusto, es no entregarse a que “las cosas son como son”, es luchar sobre todo contra la noción de que no pueden ser cambiadas, de que no está en nosotros la fuerza ni la capacidad de hacerlo.
Esa resistencia se trata de comunicarnos, de debatir e intercambiar información, de buscar y construir alternativas.
Esa resistencia es dar batalla, del modo que podamos, desde donde podamos.
Es seguir creyendo que vale la pena.
Es, aunque todo parezca estar en contra, no darnos por vencidos.

Laura Ponce

* La imagen es "Guerrera" de Reiq.