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domingo, 3 de julio de 2011

PROXIMA 10 - OTOÑO

“Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser esclavo”, dice Roy en Blade Runner, de Ridley Scott. Su monólogo final en esa película es probablemente uno de los más recordados: “Yo he visto cosas que ustedes no creerían. Naves de ataque en llamas más allá de Orión. He visto rayos c brillar en la oscuridad, cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo... Como lágrimas en la lluvia... Es hora de morir”.

En la obra de Scott, los replicantes vienen a la Tierra —y se arriesgan a ser cazados— en la desesperación por encontrar a su creador y pedirle que extienda sus vidas. Hay una especie de inocencia salvaje en esos seres. Son como chicos perdidos, capaces de una gran crueldad. Hay en ellos algo fascinante y aterrador. Son como un espejo de feria, que muestra un reflejo distorsionado, pero reflejo al fin.

¿Cuánto tiempo tenemos?

La fragilidad de nuestra existencia, de nuestro bienestar, de cosas que damos por seguras, late en el borde de nuestro entendimiento, de nuestra aceptación. No es algo que negaríamos si lo analizamos racionalmente, pero no nos gusta pensar en ello.

La muerte como misterio, como vértigo, como colapso ¿final?, es inabarcable, casi insondable para la imaginación y para la palabra.

Es difícil decir que es lo que más nos asusta de ella.

Quizás sea el miedo a comprobar cuán efímeros somos, cuán permeables al olvido. Que lo que hemos sido, con nuestra desaparición, se pierda para siempre. Quizás sea el miedo a las formas de la muerte: el deterioro, la degradación de la carne y de la mente, los procesos que la preceden. Quizás sea la angustia ante la pérdida. Abandonar a quienes amamos o ser abandonados por ellos. O simplemente el miedo a lo desconocido llevado a su quintaesencia.

Sin embargo no importa cuánto se intente racionalizar ese temor, está fuera de alcance.

Aparece grabado a fuego en la base misma de nuestro instinto.

De algún modo nos define.

Tanto es así, que a veces su incursión, la repentina toma de conciencia sobre la mortalidad —una toma de conciencia cabal, inequívoca— cambia la visión que tenemos del mundo y nuestra actitud frente a él.

A veces es el inicio de un proceso en el que se reordenan prioridades, en el que la vida y el presente adquieren nuevo valor.

Una especie de renacimiento.

Y lo agradecemos como un regalo, como si nos hubieran otorgado la extensión que pedían los Nexus-6.

Pero esa toma de conciencia, por traumática, abrumadora y reveladora que terminara siendo, fue apenas un recordatorio de algo que muy en el fondo ya sabíamos.

El mundo en que vivimos a menudo nos sumerge en lo urgente apartándonos de lo importante, nos distrae con sus vanidades, y nos dejamos arrastrar indolentes por rutinas que seguimos de memoria. Y el tiempo no se detiene.

Lo único que nos queda es vivir sin miedo.

Laura Ponce

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