A
veces me siento como Jotabé Corbell, el personaje de Larry Niven en Un mundo fuera del tiempo. Me da la
sensación de que los humanos, otrora pujantes y prometedores niños de la
Tierra, siguen siendo niños, pero ahora en el peor de los sentidos:
irresponsables, indolentes, crueles sin razón, viviendo vidas sin sentido
todavía aferrados a fantasías infantiles, a necesidades insatisfechas de la primera
infancia.
Una
parte de la población de nuestro planeta hogar —el mundo desarrollado, rico,
tecnificado— envejece. Tienen cada vez menos nacimientos y, mientras se
extiende la expectativa de vida, la sociedad se abandona a la autoindulgencia,
a la desesperación por la eterna juventud y a la enajenación de la
hiperconectividad, tener en la virtualidad cientos de amigos para no tener, en
la realidad, ningún vínculo verdadero. Al mismo tiempo, la otra parte de la
población planetaria, la gran mayoría que vive en un mundo diferente —más
pobre, donde rige la sobrevivencia, donde la desigualdad, la exclusión, la
falta de oportunidades y la insistencia para el consumo fomentan el crimen y la
violencia— crece exponencialmente. Como las villas miseria, como los basurales
de los que muchos de ellos se alimentan; amenazan con devorar el planeta entero.
En
el cuento Mercado de invierno,
William Gibson dice: “Rubin, en un sentido que nadie entiende del todo, es un
maestro, un profesor, lo que los japoneses llaman un sensei. De lo que es maestro, en verdad, es de la basura, de
trastos, de desechos, del mar de objetos abandonados sobre el que flota nuestro
siglo. Gomi no sensei. Maestro de la
basura. (...) Rubin es como un niño; también vale mucho dinero en galerías de
Tokio y París”.
Hay
cierto índice que usa la generación de basura como medida de desarrollo y sofisticación
de una cultura, y la tecnología se ha vuelto para la humanidad como el
exoesqueleto que usa Lise, otro de los personajes de ese cuento: se nos mete en
la carne, nos lastima, pero ya no podemos movernos sin ella. Es como esos
sueños que empaca y vende Casey: disponible para todo aquel que pueda pagar por
ellos. Sin embargo, en verdad, el Gran Sueño es encontrar en la tecnología el
modo de vivir para siempre, de seguir jugando para siempre, en una infancia sin
fin.
“¿Dónde
termina el gomi y empieza el mundo?” Parece
un mar infinito de juguetes abandonados. Des-hechos. Lo que sobró, pero también
lo que se desperdicia, y el utensilio, lo útil, que dejó de serlo. Lo efímero y
la obsolencia programada. Y Rubin hace arte con eso.
Heidegger
en El origen de la obra de arte, para
definir qué es una obra de arte, empieza por hacer una aproximación etimológica
a las palabras “origen”, “arte”, “obra”, diferencia lo útil de lo inútil, y define
la obra de arte como lo útil transfigurado y transfigurador, como medio que
permite el diálogo entre el artista y el espectador, hermenéutica que
transforma a los dos mediante una experiencia completa que involucra
percepción, razón y emoción; la obra de arte como un sitio de apertura hacia el
ser.
Quizás
la única esperanza de la humanidad está en poder hacer eso.
Quizás
nuestra única oportunidad de hacernos adultos está en ver.
Y
no se trata del sueño vano de “Oh, si pudiéramos dejar todo esto atrás, como al
capullo de la crisálida... Nacer otra vez, dejando atrás todos nuestros pecados
y nuestros errores. Renacer como seres nuevos. Ser en nuestra esencia los
mismos, pero purificados, listos para la etapa definitiva: Imago, el insecto
adulto...” Se trata de renacer, sí, a una nueva y verdadera primavera, pero
comprometidos fuertemente con la tarea, y no hay otro modo de crecer más que
descubrir qué nos limita, qué nos ata al pasado. Seguro no ha de ser una tarea
fácil, ni limpia, ni bonita. Pero no puedo creer, simplemente me niego a
aceptar que estemos condenados al fracaso, a repetir perversamente una y otra
vez las mismas situaciones, una escena que no podemos abandonar. Sé que está en
nosotros, codificada en nuestro ADN, oculta en nuestro inconsciente, la llave
para salir a construir una realidad mejor.
Empecemos
de una vez.
Laura
Ponce
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