“A
la pálida y amarillenta luz de la luna que se filtraba por entre las
contraventanas, vi al engendro, al monstruo miserable que había creado.
Tenía levantada la cortina de la cama, y sus ojos, si así podían llamarse, me
miraban fijamente.”
Frankenstein,
de Mary Shelley, es considerada por muchos la primera novela moderna de ciencia
ficción, y sus personajes son de los más claramente instalados en la cultura
popular.
Es
interesante notar que el monstruo que reconocemos por ese nombre —Frankenstein—
y al que identificamos con el rostro y el aspecto que le dió Boris Karlof en la
película de 1931, no se llama de ese modo en la novela. Los
personajes/narradores de Mary Shelley hacen referencia a él como “la criatura”
o “el engendro”. Frankenstein es el apellido de su creador. El Doctor Victor
Frankenstein es el científico, el hombre que —cual moderno Prometeo— pretende
robar el poder de Dios dándole vida a un cuerpo in-animado (sin ánima, sin
alma), “infundir un hálito de vida a la cosa inerte que yacía a sus pies”.
Esta
confusión de identidades tiene cierta
justicia poética, ya que de algún modo, en la narración de Shelley, creador y
criatura se van equiparando, tanto en el mal que son capaces de causar como en
la intensidad de sus sentimientos, en la profundidad de su dolor y deseo de
venganza; incluso, finalmente, no reconocen más destino ni propósito que el de
enfrentarse. Ambos son monstruosos. Ambos han quedado para siempre fuera del
orden regular de la naturaleza.
En
la génesis de estos personajes, como en El
extraño caso del Dr.
Jekyll y Mr. Hyde —y quizás en la creación
de todos los monstruos imaginados por la humanidad—, hay un deseo de
exteriorizar los miedos, de poner en el afuera, de proyectar en otro, todo lo
que tememos y repudiamos de nosotros mismos, disociándonos de ello.
Los
monstruos representan la fuerza irrefrenable —y el atractivo irresistible— de
las pasiones desatadas, de las necesidades y apetitos más profundos, de todos
los actos que escapan a la razón y al equilibrio impuesto en el que pretende
vivir la sociedad. Son la anomalía. Son lo que, de modo violento, no encaja en
la normalidad.
En
el deseo de destruirlos, en la embravecida furia de la turba armada de
antorchas que a menudos los persigue y acorrala, hay
repugnancia y horror, y también un profundo terror. Pero en esa repugnancia
hay hipocresía. En ese horror hay muy poca autocrítica. Y lo que teme ese terror
es que tal monstruosidad sea contagiosa.
Sin
embargo, no hay escapatoria.
Todos
esos monstruos que alguna vez narró la humanidad habitan en nosotros.
Todos
esos monstruos somos nosotros.
El
ser humano es acaso el monstruo último.
El
mono con navaja.
El
monigote que pedalea en el aire, tratando de alcanzar lo que está siempre más
allá.
El
que es capaz de todos los crímenes. Y de todas las grandezas.
Porque
eso es lo que nos caracteriza: la capacidad para lo extraordinario, para
salirnos del orden normal de las cosas. Para ser realmente distintos. Para alcanzar
esa categoría en cualquiera de los dos sentidos.
Por
eso, si hemos de ir más lejos, si hemos de correr el riesgo de ser seres
completos, es imprescindible atrevernos a enfrentar lo que somos.
Para
aceptarnos como humanos debemos aceptarnos como monstruos.
Laura
Ponce
* La imagen es "Angel", de Paula Andrade
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