Según una definición que anda por ahí, el ser humano es el primate sin pelo, sin cola y sin vergüenza.
No me parece del todo errada, pero creo que es poco abarcadora.
Si pensamos que lo que nos define es nuestro ADN, la famosa molécula de la doble hélice que codifica las proteínas y otros elementos para ayudar a constituir el fenotipo, nuestra estructura corporal como organismos (genotipo expresado y desarrollado dentro de un ambiente), entonces somos el resultado de la combinación tal vez accidental de algunas sustancias.
Somos una fascinante máquina biológica, una maravillosa filigrana nerviosa, carne, sangre y extraordinario poder muscular, pero cada parpadeo, pensamiento o sensación es la consecuencia de reacciones químicas, que responden a esa lista de instrucciones que llevamos impresa. Proteínas. Maquinas moleculares formadas por cadenas de aminoácidos, que pueden aglomerarse o mezclarse entre sí.
Da un poco de vértigo pensarlo de ese modo, ¿no?
Quizás lo más incómodo de esta definición biológica es que suena tan ¿desnuda? de propósito o voluntad.
Cuesta conformarse con ella.
Parece muy apropiado que la clasificación taxonómica del humano moderno, Homo sapiens sapiens, pueda traducirse como “Hombre sabio, que sabe” u “Hombre sabio, curioso”, porque siempre tenemos el impulso de ir un poco más allá, de querer ver un poco más lejos o un poco más profundo.
Podría decirse que somos también esa búsqueda de sentido, ese hambre por conocer, por ser en nuestra forma más perfecta. Nos define nuestra cualidad de filósofos en la acepción más literal del término: nuestro amor por la sabiduría.
Pero, del mismo modo que el fenotipo es una expresión del carácter genético desarrollado en determinado ambiente, nuestra búsqueda de comprensión y conocimiento no es una empresa aislada ni individual, está condicionada por nuestros pares y nuestro entorno.
Somos en sociedad.
Y en sociedad construimos un sucedáneo de la memoria racial, una forma de pasar el conocimiento adquirido, la suma de las experiencias, de una generación a otra: la Cultura.
Y si entendemos cultura no como lo que un pueblo sabe sino como lo que un pueblo es —o una especie, en este caso—, si pensamos nuestra identidad a partir de este conjunto de características y relaciones, la definición de “humano” que buscamos puede adquirir una nueva magnitud, un aspecto totalizador, y alcanzar quizás su verdadero significado, porque esa memoria racial, nuestra expresión más genuina, va más allá de nosotros, como individuos y como sociedad: Es también una construcción del universo, una forma de leerlo, crearlo y perpetuarlo en nosotros, para salvarlo de su condición de efímero, para salvarnos a nosotros de nuestra condición de mortales.
Somos la fragilidad de esa esperanza.
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