En mi mente, la idea de verano está asociada al concepto de receso y a la adolescencia. Me da la impresión de que a esa edad se iniciara una especie de pacto y que después, a lo largo de la vida, las vacaciones fueran el intento de volver a lo que se sintió entonces, al entusiasmo despreocupado y la risa fácil, a la exuberancia de sonidos y colores, a la sensación de que el mundo, el resto de nuestra vida, está en pausa; de que espera apenas un paso más allá, cruzando el límite del verano, pero mientras dure ese receso estaremos a salvo. Porque esa es una condición importante: no puede durar para siempre.
A
veces parece que alcanza con una escapada, tal como piensa el Marvin de Robert
Sheckley en Trueque Mental cuando responde a un aviso
del diario e intercambia su cuerpo con un turista marciano. Claro que en
realidad se trata de una estafa y pronto el pobre Marvin se encuentra sin
cuerpo propio y expuesto a la «deformación metafórica», un trastorno por el que
la mente del viajero traduce la realidad alienígena a motivos familiares; algo
así como lo que dice el historiador Peter Burke en Visto y no visto, sobre la analogía que hace inteligible lo
exótico, que lo domestica, impidiendo ver todo aquello que tiene de desconocido.
Porque esa es otra condición: las vacaciones deben permitir un cambio de
ambiente, pero sin salir del todo de lo conocido.
El insatisfecho Gustav Von Aschenbach de Thomas Mann en Muerte en Venecia es arrastrado por el
deseo de «liberación, de relevo y olvido», por la necesidad de escapar de su
rutina burguesa, pero no se va a la jungla de un país lejano sino a un
balneario propio de su ambiente, donde puede encontrarse con otros como él,
otros indolentes que también hacen oídos sordos a la decadencia de su cultura
egoísta y autocomplaciente. Tarde comprende que su vida es una trama de ilusiones
y simulaciones. Tadzio encarna la juventud que él ya no tiene, y también todo
aquello que no se ha permitido vivir. Porque el verano también implica eso: la
noción de ciclo, de punto culminante en una curva destinada a decaer.
Quizás por eso se lo abraza con una especie de inocencia, separada por
completo de los justificativos de la razón. Como el gato Petronius en la novela de Heinlein, que
durante el invierno nunca abandona la esperanza de que alguna de las puertas de
la casa se abra al verano.
Este verano que vivimos en Argentina reúne todas esas características y
algunas otras francamente inquietantes. Todo lo que anticipábamos en el
editorial de diciembre fue superado por las medidas que tomó el nuevo gobierno.
Después del shock inicial, ahora hay una sensación de pausa, pero no conlleva
alivio sino angustia, como de algo que junta presión, que sigue moviéndose
secretamente y no augura nada bueno. Me preocupa qué pueda esperarnos cuando
termine el verano.
¿Qué nos queda? No rendirnos. Seguir trabajando por lo que amamos.
Laura Ponce